«¡Abbá, Padre!»

En el huerto de los olivos, en el supremo y decisivo momento al que Jesús llama «mi hora» (in 2,4), Él se dirige al Padre con una confidencia que ningún israelita jamás se habría atrevido ni siquiera a pensar y exclama: «¡Abbá, Padre!» (Mc 14,36).

El término utilizado por Jesús, y sólo por Él, es onomatopéyico, es decir, nacido de un sonido: el del balbuceo del niño hebreo cuando comenzaba a pronunciar las primeras palabras y llamaba immá a la madre, y aóóá al padre. Es imposible imaginar que el israelita devoto se hubiera tomado tales confianzas con el Altísimo, el Eterno, el único del que no se atrevía ni siquiera a pronunciar el nombre y ante el cual mantenía siempre la cabeza cubierta (para los judíos este gesto indica el respeto absoluto).

El islam, por poner tan sólo un ejemplo, invoca a Alá con 101 nombres: el Poderoso, el inaccesible, el Eterno… Pero, entre los apelativos dedicados a Dios, falta precisamente el de «Padre». El cristianismo, por el contrario, se presenta como la religión del «Padre»: Él es el centro de todo y Cristo nos conduce hacia Él, haciéndonos partícipes de la gracia de entrar en el eterno abrazo entre el Hijo y el Padre en el vínculo del Espíritu de Amor. Evidentemente, sin Jesús no se puede conocer al Padre y no es posible acceder al gozo de su vida divina.

Blaise Pascal observó: «No conocemos a Dios sólo a través de Jesucristo, sino que también nos conocemos a nosotros mismos únicamente a través de Jesucristo. No conocemos la vida y la muerte si no es por medio de Jesucristo. Fuera de Jesucristo no comprendemos qué es nuestra vida ni nuestra muerte, ni comprendemos a Dios ni a nosotros mismos». Pascal llega a la siguiente conclusión: «No sólo es imposible sino inútil conocer a Dios sin Jesucristo».

El filósofo contemporáneo Ugo Spirito ha dicho:

«Echo de menos a Dios, en el sentido de que no consigo ponerle un rostro que me satisfaga. Es verdad que Dios existe porque es el principio de todo, el absoluto. Pero a mí, hombre, no me basta con tener esta certeza. Necesito poner un rostro a Dios, saber cómo es realmente. Esta es la razón por la que le sigo, preguntándome a mí mismo y al mundo. Hay una pregunta que me apremia y a la que creo que tengo que dar una respuesta: ¿Quién es Dios? Precisamente el nacimiento de esta pregunta me ha impulsado a ir por el mundo buscando una respuesta que me satisficiera. No la he encontrado y por eso todavía estoy aquí, encerrado en la cárcel de mi problemática. No sé quién es Dios.»

¡Qué cierto es esto! Jesús, y sólo Jesús, nos revela a Dios y nos abre la puerta del corazón de Dios introduciéndonos en la consoladora verdad: Dios es Padre, Dios nos ama. De hecho, Dios «amó tanto al mundo que le entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en Él no muera, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

Fijemos ahora la mirada en el rostro de Dios, que Jesús nos manifestó: tratemos de entrar en el misterio fascinante del Padre.

«¡Abbá, Padre!» (Mc 14,36): con estas palabras el misterio de la divinidad abre de par en par sus puertas a los hombres. Dios se revela como un océano infinito de fecundidad, en el que el Padre engendra al Hijo y le abraza eternamente en el Espíritu de Amor: Dios no es una fría soledad, sino una gozosa Trinidad. ¡Es una noticia asombrosa y reconfortante!

Esta «noticia» sólo nos la podía dar «el Hijo unigénito que está en el seno del Padre» (In 1,18). En efecto, Jesús afirma: «Nadie ha visto al Padre excepto Aquel que viene de Dios» (Jn 6,46).

Por eso, el cristianismo es la novedad más grande que ha aparecido en la faz de la tierra: es la mayor novedad sobre Dios porque Dios mismo vino a contarnos esta novedad.


Fuente: Monseñor Ángelo Comastri, de su libro “Dios es Amor”

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