Oración del Papa Francisco en el Coliseo

Al terminar el Vía Crucis en el Coliseo, el Papa Francisco rezó una hermosa oración pidiendo al Señor la gracia de sentir vergüenza por nuestros actos, arrepentimiento por nuestras faltas y esperanza en su amor y misericordia.

Señor Jesús, nuestra mirada se dirige hacia ti llena de vergüenza, arrepentimiento y esperanza.

Ante tu amor supremo, nos invade la vergüenza por haberte dejado solo sufriendo por nuestros pecados:

La vergüenza de haber huido ante la prueba a pesar de haber dicho miles de veces: “incluso si todos te abandonan, yo no te abandonaré jamás”.

La vergüenza de haber elegido a Barrabás y no a ti, el poder y no a ti, la apariencia y no a ti, el dios dinero y no a ti, la mundanidad y no la eternidad.

La vergüenza por haberte tentado con la boca y con el corazón cada vez que nos hemos encontrado ante una prueba, diciéndote: “¡si tú eres el Mesías, sálvate y creeremos!”

La vergüenza por tantas personas, incluso algunos de tus ministros, que se han dejado engañar por la ambición y por la vana gloria perdiendo su dignidad y su primer amor.

La vergüenza porque nuestras generaciones están dejando a los jóvenes un mundo fracturado por las divisiones y por las guerras; un mundo devorado por el egoísmo donde los jóvenes, los pequeños, los enfermos, los ancianos son marginados.

La vergüenza de haber perdido la vergüenza.

 

¡Señor Jesús, danos siempre la gracia de la santa vergüenza!

 

Nuestra mirada también está llena de arrepentimiento que, delante de tu silencio elocuente, suplica tu misericordia:

El arrepentimiento que brota de la certeza que sólo tú puedes salvarnos del mal, sólo tú puedes curarnos de nuestra lepra de odio, de egoísmo, de soberbia, de avidez, de venganza, de codicia, de idolatría, sólo tú puedes volvernos a abrazar donándonos la dignidad filial y gozar por nuestro regreso a casa, a la vida.

El arrepentimiento que surge al sentir nuestra pequeñez, nuestra nada, nuestra vanidad, y que se deja acariciar por su dulce y poderosa invitación a la conversión.

El arrepentimiento de David que, desde el abismo de su miseria, encuentra en ti su única fuerza.

El arrepentimiento que nace de nuestra vergüenza, que nace de la certeza de que nuestro corazón estará siempre inquieto hasta que no te encuentre y encuentre en ti su única fuente de plenitud y de paz.

El arrepentimiento de Pedro que encontrando tu mirada, lloró amargamente por haberte negado ante los hombres.

 

¡Señor Jesús, danos siempre la gracia del santo arrepentimiento!

 

Ante tu suprema majestad se enciende, en las tinieblas de nuestra desesperación, un rayo de esperanza porque sabemos que tu única medida de amarnos es aquella de amarnos sin medida.

La esperanza de que tu mensaje continúe inspirando, incluso hoy, a tantas personas y pueblos a que sólo el bien puede derrotar al mal y la maldad, sólo el perdón puede abatir el rencor y la venganza, sólo el abrazo fraterno puede dispersar la hostilidad y el miedo al otro.

La esperanza de que tu sacrificio continúe, también hoy, emanando el perfume de amor divino que acaricia los corazones de tantos jóvenes que continúan consagrando sus vidas convirtiéndose en ejemplos vivos de caridad y de gratuidad en este mundo devorado por la lógica del provecho y de la ganancia fácil.

La esperanza de que tantos misioneros y misioneras continúen, también hoy, desafiando la conciencia dormida de la humanidad arriesgando sus vidas para servirte en los pobres, en los descartados, en los inmigrantes, en los invisibles, en los explotados, en los hambrientos y en los encarcelados.

La esperanza de que tu Iglesia, santa y hecha de pecadores, continúe, también hoy, a pesar de todos los intentos de desacreditarla, a ser una luz que ilumine, anime, alivie y testimonie tu amor ilimitado por la humanidad, un modelo de altruismo, un arca de salvación y una fuente de certeza y de verdad.

La esperanza de que de tu cruz, fruto de la avidez y cobardía de tantos doctores de la Ley e hipócritas, surja la Resurrección transformando las tinieblas de la tumba en el resplandor del alba del Domingo sin ocaso, enseñándonos que tu amor es nuestra esperanza.

 

¡Señor Jesús, danos siempre la gracia de la santa esperanza!

 

Ayúdanos, Hijo del hombre, a despojarnos de la arrogancia del ladrón puesto a tu izquierda, y de los miopes y de los corruptos que han visto en ti una oportunidad para aprovechar, un condenado al que criticar, un derrotado del que burlarse, otra ocasión para echar sobre los demás, e incluso sobre Dios, sus propias culpas.

Te pedimos, en cambio, Hijo de Dios, que nos identifiquemos con el buen ladrón que te miró con ojos llenos de vergüenza, de arrepentimiento y de esperanza; que, con ojos de fe, vio en tu aparente derrota la victoria divina, y así, arrodillado ante tu misericordia y con honestidad, se ha robado el paraíso. ¡Amén!

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